La negacion de la tortura

Carlo Frabetti

La tortura, la más repugnante forma de represión y de abuso de poder, es obviamente incompatible con el Estado de derecho, y por eso en las seudodemocracias al uso su práctica sistemática nunca es reconocida. Pero negar la evidencia de la tortura es cada vez más difícil. Cada vez requiere mayor cinismo por parte del poder y mayor necedad por parte de quienes se creen sus mentiras y omisiones, pues el conocimiento de los hechos objetivos --los obstinados hechos-- está, cada vez más, al alcance de cualquiera que tenga acceso a un ordenador. Hoy día, negar la tortura es como negar el Holocausto: requiere el mismo grado de obcecación o perversidad.

Hace tan solo una década, para comprobar que la tortura es una práctica sistemática e impune (lo que equivale a decir que es una estrategia política), había que emprender una difícil labor de investigación. Pero en la actualidad las evidencias son tan abrumadoras como fácilmente accesibles, y negarse a verlas o a sacar las conclusiones pertinentes equivale a ser cómplice de la mayor de las infamias. Basta con entrar en la página web de la Coordinadora para la Prevención de la Tortura (www.prevenciontortura.org), que incluye a más de cuarenta organizaciones de todo el Estado español (asociaciones pro derechos humanos, cristianos de base, familiares de presos, etc.), para, a partir de ahí, realizar una búsqueda tan sencilla como esclarecedora. Basta con preguntarse por qué la Guardia Civil y el Ministerio del Interior no salen al paso de acusaciones tan graves y notorias como las formuladas por Anika Gil en La pelota vasca (un documental exhibido en los cines comerciales y visto por cientos de miles de espectadores) para comprender que solo hay una respuesta posible. Basta con leer los informes de organizaciones tan poco sospechosas de radicalismo como Amnistía Internacional o la propia ONU para darse cuenta de que algo huele a podrido en nuestra supuesta democracia.

Por eso en un futuro inmediato asistiremos, con respecto a la tortura, a un cambio de estrategia. Cuando ya no sea posible negarla --y ya no lo es--, se intentará minimizarla. No es casual que en los últimos tiempos empiecen a verse en la televisión ignominiosas escenas de malos tratos grabadas por las cámaras instaladas en comisarías y cuartelillos, y tampoco es casual que algunos casos de corrupción y abusos policiales sean aireados insistentemente por los medios de comunicación. Cuando los síntomas ya no pueden ocultarse, se intenta falsear el diagnóstico. Ahora pretenderán hacernos creer que los casos de brutalidad policial son aisladas excepciones que confirman la regla democrática, y que la ley los persigue con el mayor rigor.

Ahora que la negación ya no es posible, los cuatro poderes (el legislativo, el ejecutivo, el judicial y el mediático) intentarán relativizar la tortura y los malos tratos centrando la atención en algunos casos cuidadosamente elegidos, con la esperanza de que los árboles nos impidan ver el bosque. Pero no lo conseguirán: se puede engañar una vez a todo el mundo y todas las veces a una persona; pero no se puede engañar todas las veces a todo el mundo. Hay demasiadas preguntas sin respuesta, demasiadas acusaciones no desmentidas, demasiadas imágenes tan imborrables como la del rostro desfigurado de Unai Romano, demasiados testimonios tan estremecedores como el de Amaia Urizar, violada por un guardia civil con una pistola. Y hoy, gracias a Internet, articular en un cuadro coherente y significativo los datos que el poder intenta dispersar está al alcance de cualquiera. Cualquier texto de denuncia puede convertirse en un hipertexto, y este mismo artículo se ramifica en los que cito a continuación, que a su vez remiten a otras fuentes a las que se puede acceder sin más que pulsar una tecla. Para no enterarse de lo que sucede, ya no basta con mirar hacia otro lado: hay que taparse los ojos y las orejas, como los monos de Confucio. Y hay que taparse la boca con ambas manos para no gritar pidiendo la cabeza de los culpables.


martes, 15 de julio de 2008

Torturadores de altos vuelos

Ésta es realidad de la impunidad de la que gozan los torturadores en el Estado español: no sólo no reciben el castigo que se demanda insistentemente, sino que son ascendidos y ensalzados
Xabier Makazaga del TAT (Boltxe) [14.07.2008 22:52]

Los altos honores con los que acaba de ser enterrado uno de los torturadores de Joxe Arregi, el comisario Juan Antonio Gil Rubiales, han vuelto a dejar en evidencia cuál es la triste y cruel realidad de la tortura en el Estado español.


Una realidad que no sólo ha quedado reflejada en el descarado caso de dicho torturador sino en el de absolutamente todos los policías encausados en su día por torturarlo hasta la muerte, pues todos ellos han ocupado u ocupan cargos de alta responsabilidad tras aquel horrible crimen. Cuando Joxe Arregi fue ingresado, el 13 de febrero de 1981, en la Prisión-Hospital de Carabanchel estaba reventado. Sólo logró sobrevivir unas horas, y la filtración de las fotos de su autopsia sobrecogió a la opinión pública internacional, quedando Euskal Herria absolutamente paralizada por una huelga general.


Debido al inmenso escándalo, las autoridades españolas no tuvieron otro remedio que ordenar abrir diligencias, y aunque se demostró que los policías implicados en las torturas fueron al menos 73, tan sólo encausaron a cinco: Juan Antonio Gil Rubiales, Julián Marín Ríos, Juan Luís Méndez, Juan Antonio González García, y Ricardo Sánchez. Los nombres de los 68 restantes no fueron dados a conocer.


A pesar de tal manga ancha, los responsables policiales presentaron masivamente la dimisión de sus cargos, en una operación concertada de protesta, y la jerarquía del Ejército también presionó cuanto pudo, con lo que consiguieron que sólo los dos primeros fueran procesados. Y seguro que siguieron presionando pues ambos fueron absueltos en los dos primeros juicios.


Finalmente, casi nueve años después de los hechos, el Tribunal Supremo se vio obligado a condenarlos, al ser irrebatible que las quemaduras en las plantas de los pies le fueron causadas en comisaría. Eso sí, la pena fue, como en todos los casos similares, totalmente irrisoria y no supuso obstáculo alguno para que ambos alcanzaran años después el máximo cargo en la escala policial: el de comisarios principales.


Y eso que el torturador recientemente muerto y enterrado con todos los honores, Gil Rubiales, fue sorprendido en Iruñea, junto a otros o­nce policías de paisano, cuando golpeaban con cadenas y bates de béisbol a los manifestantes que mostraban en 1985 su indignación tras la aparición del cadáver de otro torturado hasta la muerte, Mikel Zabalza.


El segundo condenado, Julián Marín, está destinado desde hace años como Agregado de Interior en la embajada de Quito, en Ecuador, donde fueron salvajemente torturados por policías españoles los refugiados Angel Aldana y Alfonso Etxegarai. Allí estuvo también huido uno de los inculpados por la muerte de Santi Brouard, el narcotraficante Luís Morcillo, que utilizó para ello, según declaró ante el juez el periodista Manuel Cerdán, un pasaporte facilitado precisamente por el Ministerio del Interior español.


Los otros tres policías inicialmente encausados también escalaron rápidamente en el escalafón: Juan Luís Méndez, ya comisario en 1988, era Jefe de la Brigada Provincial de Seguridad Ciudadana de Madrid en el 94, y las carreras policiales de los dos restantes han estado siempre muy unidas ocupando ambos cargos muy importantes.


Cuando Juan Antonio González García dirigía, a mediados de los 90, la Brigada Central de Policía Judicial, Ricardo Sánchez era inspector-jefe de la misma y cuando el Gobierno socialista lo ascendió en 2004 a un puesto de capital importancia, la dirección de la Comisaría General de la Policía Judicial, nombró de inmediato al segundo como responsable de una unidad especial creada por él mismo para la resolución de desapariciones de origen criminal.


Luego, de los cinco policías encausados por aquel horrible crimen no hay tan solo uno que no haya ocupado con posterioridad puestos de alta responsabilidad en la Policía española. Y si ése es el caso de los cinco mencionados, ¿quién puede pensar que no haya pasado otro tanto con los restantes 68 policías, cuyos nombres se desconoce?


Ésta es la triste y cruel realidad de la descarada impunidad de la que gozan los torturadores en el Estado español: no sólo no reciben en absoluto el castigo que demandan insistentemente todos los organismos internacionales, sino que son ascendidos hasta el máximo grado en el escalafón, condecorados una y otra vez, ensalzados como ejemplo a seguir… y enterrados con todos los honores.



¡¿Hasta cuándo?!



Xabier Makazaga miembro de Torturaren Aurkako Taldea